Okãsan. Diario de viaje de una madre. La metamorfosis del amor.
- Francisla Marós
- 9 mar 2024
- 3 Min. de lectura

Okãsan, madre en japonés. No mamá. Madre. Casi como si se tratara de un título honorífico. Okãsan. Diario de viaje de una madre, es el nombre completo del primer unipersonal interpretado por Carola Reyna, basado en el libro homónimo de Mori Ponsowy, en el que la protagonista emerge en medio de una puesta en escena austera para dejarnos saber que se trata de la crónica de un viaje. Y esa primera intervención nos invita a sumergirnos en un decorado casi minimalista que nos remite a las características propias del haiku: tres versos que no riman entre sí y unas cuantas vivencias condensadas donde priman la brevedad, la austeridad, la sencillez. Sí, todo muy japonés, y es que hasta ese país remoto le toca viajar a una madre para visitar a su único hijo. El reencuentro se produce desde un lugar nuevo, plagado de extrañeza. La geografía que los reúne se hace presente como un personaje más para profundizar los cambios que la distancia parece haber instalado en la relación. Varios interrogantes se abren paso a medida que la obra se va desplegando y nos atraviesa sin atender a nuestras circunstancias personales; después de todo varias de las que ocupamos las butacas cumplimos el rol de madres, y todos, sin excepción, somos hijos. Así que, por más que la primera intención sea la de correrle el cuerpo, la temática nos toca por uno u otro lado. Una mujer que hasta hace poco era la encargada de cuidar y guiar se enfrenta a la tentación de tomar la mano de su hijo por temor a perderse en medio de la multitud, teme avergonzarlo, duda ¿Cuál es el lugar que ahora ocupa? Roles invertidos, la impertinencia de lo cotidiano. Dilemas mínimos que como todo lo mínimo tiene la potencialidad de volverse universal. Porque sí, la obra nos interpela, nos enfrenta al cambio, a la metamorfosis que la vida impone en todo vínculo y que suele pasar inadvertida hasta que sus efectos nos resultan de pronto imposibles de ignorar. Nos topamos entonces de frente con un dolor inexplicable y lo que resulta todavía peor, inconfesable. Porque es sabido que las madres que no son capaces de dejar ir están mal vistas, sobre todo en estos tiempos de obligada superación personal donde mandan los clichés -sí, por más anticuado que pueda sonar el término- y los tatuadores no dan abasto de tanto estampar la palabra soltar como recordatorio indeleble en la piel.
Y, aunque nos sentimos tentados a echar mano al síndrome del nido vacío para explicar el sentimiento que gobierna las inquietudes de la madre, a poco andar caemos en la cuenta de que las vivencias que sacuden al personaje nos obligan a replantear su alcance. Quizás no se trata del hueco, de la partida, de la soledad que la ausencia supone, sino que va más allá para forzar a la protagonista -y a nosotros junto a ella- a cuestionarse sobre qué está dispuesta a hacer con su libertad recién estrenada. La nueva situación, la adultez irreversible, le exige revisar el concepto de maternar como verbo ligado a la cercanía, redefinir su significancia para comenzar a ejercer esta acción desde una distancia nueva, aunque no por eso menos amorosa. Puede, incluso, que el dejar ir de verdad requiera de una dosis multiplicada de amor, ¿para qué? para que se expanda, rebote y vuelva; arrope al hijo, reconforte a la madre.
En medio de ese ir y venir poético entre el desconcierto, los recuerdos y el futuro que se trasforma en puro presente, algo va cobrando sentido para ella, para nosotros. Una valija, un teléfono de juguete, farolas, papel de arroz, cartas que se deshacen en el aire para caer como pétalos, agua, un paraguas incapaz de guarecer y un kimono de seda que obliga a ralentizar el paso, son algunos de los objetos que van dando cuenta de la transformación del personaje. La sutileza rotunda con que Carola Reyna manipula esos elementos hasta inundarlos de significado completan una experiencia conmovedora. Vuelvo a pensar en el haiku, en los tres versos capaces de encriptar lo esencial que siempre está relacionado con lo simple, lo breve, lo eterno. Quizás no fui solo yo, es muy probable que hayamos sido varios los que salimos del teatro Picadero atravesados por la necesidad de conservar pedazos de la obra y, esta vez, a diferencia de muchas otras, la existencia del libro nos regala la posibilidad de hacerlo. Es cuestión de apurar el paso, aunque es de noche, estamos sobre calle Corrientes; las librerías están siempre abiertas.
Okasan.
Dramaturgia: Paula Herrera Nóbile, con colaboración de Sandra Durán y Carola Reyna, basada en el libro Okasan, de Mori Ponsowy.
Dirección: PaulaHerreraNóbile. Intérprete: CarolaReyna.
Escenografía: Cecilia Zuvialde. Luces: Matías Sendón. Vestuario: Ana Markarian. Música: Gingo Ono. Visuales: Ivana Kairiyama. Animación: Clara Hernández. Producción general: S. Durán y C. Reyna. Sala: El Picadero, Pje. Enrique Santos Discépolo 1857. Duración: 75 minutos. Crédito imagen: @irishsuarez
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