Todos tus muertos
- Francisla Marós

- 20 may 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 2 nov 2022

En nombre del encuentro
Estoy parada en medio de una vorágine. Tan ajena, demasiado presente.
Colores y olores intensos. Hay música y fiesta. Sé que en otros lugares, igual que en éste, pasan cosas. Me estoy perdiendo todas esas cosas. Nunca antes había tenido tanta certeza respecto a eso. No es una sensación que me impida disfrutar de este instante perdido dentro del gran universo de momentos posibles.
Se me presenta esa idea como una revelación, un ejemplo de la vida misma, tengo que optar. Estoy acá y sé que podría estar en mil lugares más y todos serían igual de interesantes.
La multitud me lleva. No hay escapatoria. No quiero escaparme. En este momento todo lo que quiero es ser arrastrada.
No importa el amontonamiento, los apretujones, ni las pestes a las que me veo expuesta a raíz de la proximidad extrema. Estoy festejando la fiesta de otros. ¿Qué andaré buscando en esa maraña de almas, en este enjambre de recuerdos?
Es mágica la forma en que todas esas sensaciones confluyen, y yo no puedo parar de reírme. Tal vez desde afuera no se note, pero me río. Nunca estuve tan presente.
Entre muertos de mentira, espíritus venidos de otros tiempos, curas y vírgenes, sin parar, rezo. Como un mantra interminable. Una plegaria contra el miedo, otra de agradecimiento. Me resuena eso, ¿qué andaré buscando perdida en ese mundo intenso?
Nunca la risa se pareció tanto al llanto. Como la iglesia y lo pagano en la calle, confluyen en mi esos sentimientos extremos. Todo se mezcla y así convive allá afuera y acá adentro.
Recuerdo muertos ajenos, mientras tomo mezcal. Me ofrecieron la botella y no me pude negar. Seguramente sea descortés el rechazo. Me piden que cante una canción de Leonardo Favio, pero yo no se ninguna canción de Leonardo Favio, se conforman con una de Soda Stereo.
El mezcal quema la garganta.
Nunca antes estuve tan sola como ahora en medio de la multitud. Interactuamos con la mirada, me saludan con un gesto.
Un señor sentado frente al nicho de su mujer, alumbra con una linterna. Esta sentado en una silla plegable. Un viudo reciente, el hijo parado a su lado. Escuchan en una radio la música de los pagos de la madre muerta, la esposa muerta. Marciana se llamaba. Alumbran con la linterna. Solos los dos con su pena. Hasta eso me alegra, debe ser que me da cierta esperanza frente a mi propio fin el ver como la gente llora a sus deudos.
Reconozco, entre esos nichos decorados, el mío. Todos mis vicios ahí puestos, colocados en forma ordenada. Ahí podría estar, tranquilamente, mi nombre o el de mi hermana, ella se murió hace un tiempo y esos vicios no eran solo míos, eran los nuestros.
¿Qué andaré buscando entre esos despojos ataviados de festejo?
Antes de llegar a este cementerio estuve perdida en otro, uno menos festivo. Uno al que llegué en un taxi. El taxista y yo, solos los dos.
En el taxi también recé, ¨dios te salve María llena eres de gracia¨. Algunos padre nuestro también, pero más aves Marías, para ahuyentar el miedo. Buscando otros muertos me vi ahí, esa y otras veces, sola, transitando descampados en manos de un trigueño de bigotes inmensos. ¿Por qué tendré la necesidad de exponerme a todo esto?
Yo solo me limito a rezar y a sonreír por dentro. Creo que por fuera no se nota, o tal vez sí, la gente me vea riendo. Como un mantra repito “Santa María madre de dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.
Me sigo buscando en otras tumbas, a mi, a mi hermana y a todos mis muertos. Totalmente perdida pero en nombre del propio encuentro.



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